Superautomática

jueves, 30 de septiembre de 2010

  


Esto que os voy a contar sucedió hace dos veranos, en medio de la llanura de Castilla, en agosto, mientras viajábamos hacia el norte en busca de playa y descanso. Era un día caluroso, típico de esas fechas, y el cielo tenía lo que mi mujer y yo llamamos aspecto de “día antiguo”. No sabría explicarte bien en qué consiste, simplemente parece que el cielo ha retrocedido muchos años, que se ha convertido en una foto de sí mismo, pero sacada hace varias décadas. Suele suceder a finales de agosto o primeros de septiembre y es en esos días cuando, si te fijas bien, puedes ver lo extraño que es este universo en el que vivimos. El problema  es que el ser humano es extremadamente tonto y, además, increíblemente soberbio y desmemoriado. Si fuéramos capaces de prestar atención a lo que vemos, si consiguiéramos retener en la memoria algo más que las cuatro tonterías que suelen ocupar nuestros pensamientos, nos daríamos cuenta de que somos nada y de que pasamos por la vida como si estuviéramos aquí provisionalmente, cuando hay mil cosas interesantes de las que ni nos enteramos.

El caso es que nos tomábamos el viaje con calma, habíamos salido pronto e íbamos sobrados de tiempo, por lo que aprovechamos para observar el paisaje que, en otros viajes más acelerados, pasaba por nuestro lado sin que, en realidad, viéramos nada. Mirábamos, pero no veíamos.

La primera en darse cuenta de aquello fue la amiga de una amiga que se nos había adosado a última hora, ya que la huelga de autobuses que sufríamos desde hacía quince días le impedía llegar a Santander, donde vivía su familia. O eso decía ella, porque los trenes y aviones funcionaban perfectamente. Pero es que hay gente de autobuses, como hay gente de trenes, aviones o bicicletas. Y para ellos, cambiar el medio de transporte que tienen asignado para su vida se convierte en un auténtico drama. Mi tía Pilarín, por ejemplo, jamás subió a un vehículo que no fuera un autobús de La Mediterránea. Lo gracioso del tema, lo raro, y que nadie se ha molestado en estudiar, es que La Mediterránea sólo iba a Valencia  y ella sin embargo se recorrió casi toda España en unos pocos años. ¿Cómo fue eso posible? Ni idea, por más que lo pienso no se me ocurre una solución, pero ya sabéis que últimamente ando un poco cansado y razono con dificultad. 
Mirad, no me cansaré de repetíroslo: si os fijáis un poco, si os quitáis las legañas de los ojos, enfocáis a vuestro alrededor y abrís esos cerrojos que aprisionan vuestras mentes de niño que, aunque no lo creáis, sobreviven bajo toda la basura que la vida nos va acumulando en nuestras cabezas (me refiero al interior, pero hay gente que también la acumula en el exterior…),  descubriréis fácilmente el secreto de todo esto como yo lo hice. Bueno, a algunos os costará más, que ya nos conocemos, pero tarde o temprano veréis lo que ahora os está vedado y todo encajará como las piezas de un puzzle. Pilarín en cambio nunca se enteró de nada, os lo aseguro, ni ella ni nadie de esa rama de mi familia, benditos sean. Ellos, como os dije, llenan su vida con viajes en La Mediterránea o similares, sin más historias, y parecen felices, eso sí.

Bueno, a lo que íbamos.

Como os contaba, la primera en verlo fue la chica aquella, ¿cómo se llamaba?.... Rocío o algo así… sí, Rocío. Habíamos puesto la radio porque la conversación decaía por momentos, llevábamos ciento  y pico kilómetros de viaje y los temas típicos entre desconocidos ya los habíamos gastado. Sabíamos nuestro estado civil, estudios, composición familiar y viajes realizados en los últimos veranos. Alguien propuso poner música y mientras intentábamos sintonizar una emisora que se oyera decentemente (la radio sólo emitía ruidos raros, como interferencias), aquella mujer gritó: “¡cooooooño!”.

Como ya os he dicho, íbamos bastante despacio para ser yo el que conducía, a unos ochenta por hora o así, y menos mal, porque me dio un susto que casi nos saca de la carretera. Miré por el retrovisor a ver qué le picaba a aquélla loca gritona, que estaba con la boca abierta señalando el cielo, mientras intentaba decir algo sin conseguirlo. Reduje un poco más la marcha y, con cuidado, busqué un sitio en la cuneta donde parar el coche y poder observar con detenimiento qué era aquello que tanto pasmo le producía.

Al bajarnos, nos quedamos los tres como tontos, con la boca abierta mirando el cielo.

-          Jooooder, ¿pero que coño es eso? – dije yo.
-          Y yo qué se – me contestó la tía aquella, mientras mi mujer abría y cerraba la boca como un pez, con la vista fija en el cielo.
-          Parece una lavadora o algo así, ¿no?
-          ¡Te cagas! – grité, yo siempre tan elegante - ¡una lavadora voladora!

Y os juro que parecía totalmente una lavadora, era una lavadora, sobre eso no tengo dudas; lo verdaderamente raro es que estaba a cien metros aproximados del suelo, en el aire, y tenía un movimiento como de vaivén, también bastante extraño, como si estuviera bailando, todo medio hipnótico.  

Mi mujer seguía intentando que le saliera alguna palabra de la boca, sin conseguirlo, mientras la chica aquélla se reía como una loca, saltaba y levantaba los brazos hacia el cielo, saludando al electrodoméstico volador como si fuera de su familia. Yo me sumé a su alegre celebración y comencé a saltar también mientras nos abrazábamos y gritábamos de alegría. Tengo que confesar que yo no sabía bien de qué nos alegrábamos tanto, ya que no veía motivo de celebración el que una máquina tan doméstica y normalmente poco conflictiva como ésa se empeñara en demostrarnos que la fuerza de la gravedad era una memez, pero como nuestra acompañante parecía muy dada al refrotamiento gratuito y estaba bastante buena, aproveché la ocasión sin dudarlo ni un momento. La otra, mi mujer, seguía boqueando como una sardina recién pescada, emitiendo unos ruidillos que, o bien querían demostrar su estupor por el extraño fenómeno aeronáutico, o bien se había dado cuenta de mi jugada y me estaba intentando insultar por abrazar tanto a aquella hippie tan delante de sus narices.

El caso es que, repentinamente, la lavadora hizo un movimiento como de rotación sobre sí misma, le dio una especie de hipo de pocos segundos, e inmediatamente efectuó una caída libre desde semejante altura, yendo a parar al duro suelo de la provincia de Segovia, con gran estrépito y desastre para las piezas que la componían.

Al verlo, mi mujer pegó un salto como de rana y se introdujo en el coche por la ventanilla de su lado, que a Dios gracias estaba abierta, por lo que la perdimos de vista al instante. La de los saltos de alegría se quedó quieta, soltó un taco irrepetible y me miró pidiéndome explicaciones por el aterrizaje forzoso que habíamos presenciado, como si aquello tuviera que ver conmigo. Yo no sabía qué hacer: por un lado, mi cabeza me pedía salir huyendo a toda castaña de aquello, huir sin demora, sin el más mínimo pudor y de la manera más rápida posible, poniendo en práctica aquella frase tan sabia de más vale un cobarde vivo que cien valientes muerto. Pero, por otra parte, mi corazón, que es un cotilla, me pedía ir a ver los restos del artefacto despanzurrado y dármelas de valiente ante la tía jamona aquella quien, como ya expliqué en su momento, estaba de buen ver. Daba la sensación de ser un poco guarrona, sobre todo el olor a sobaquillo que echaba. Yo llevaba desde Madrid diciéndome a mí mismo que aquel tufillo era totalmente perdonable, joder, estábamos en verano, hacía mucho calor, los desodorantes irritan las axilas y además son más propios de gente de derechas que de una militante trotskista como, con total seguridad, era aquella tipa. Pero mi mujer bajó las ventanillas en el kilómetro siete de la carretera de La Coruña y así se quedaron, aún con el aire acondicionado conectado, como estaba.

Íbamos por lo que decía mi cabeza y mi corazón. Es que me acuerdo de aquella tía y se me va la cabeza, disculpadme. Como os contaba, todas estas ideas pasaron por mi cabeza como un flash, en menos de una décima de segundo, como en diapositivas (bueno, esto último quizás sea un poco exagerado), decidí que era mejor ser cotilla que cobarde, siguiendo a alguna fuerza interior que me impulsó a acercarme al lugar del aterrizaje, mejor dicho, del aporrizaje, y ver si había supervivientes. Sí, sí, supervivientes; seguía sin poder creer que aquello fuera una lavadora.

Tengo que decir toda  la verdad, me lo habéis pedido y soy hombre de palabra: hay que añadir que la hippie ya estaba andando hacia allá y me llamaba gallina y cagón y no sé que otras cosas más y puede que todo esto influyera en mi ánimo. O puede que sus formas bamboleantes llamaran a mi lado salvaje hacia ellos, puede que su olor a sobaco incluyera las famosas feromonas que hacen perder la cabeza a los hombres hechos y derechos y a los que no lo somos, o vete a saber qué, pero acompañé a Rocío hasta el sembrado y empezamos a mirar qué había sucedido.









¿Que qué vimos? Joder, que qué vimos… Dios, aquello era…mira, no te lo puedo explicar bien, el suelo estaba lleno de… como de… no sé, lo tengo en la cabeza como un recuerdo clarísimo, pero no te lo puedo contar con palabras. No era una lavadora, eso seguro, las lavadoras, como sospechábamos todos antes de que esta historia sucediera, no vuelan, ni bailan, ni se despanzurran contra el suelo a no ser que las tires a propósito desde la ventana de tu casa. Y sobre todo, en ese caso, si se hacen pedazos contra la acera, lo llenan todo de trozos de metal, plástico y cables, pero nunca de… bueno, de eso. Te aseguro que después de ver lo que había en el suelo tirado no tengo ya la más mínima duda de que este universo del que formamos parte es uno de los más estrafalarios de entre los miles que se entrecruzan en las once dimensiones conocidas. Sí, así es, son miles de universos paralelos y once dimensiones. ¿Qué cómo lo sé? Por lo que te digo: es que ese día se aclararon muchas cosas en mi cabeza. Ah! Y también porque lo he leído en alguna parte.

Pensándolo bien, contarte lo que vimos te iba a traer más problemas que ventajas y si no, mira lo que ha sido de mi vida desde entonces, aún con mi mente astuta y privilegiada. Soy feliz, o casi, eso es verdad, pero ya casi no salgo de noche a ver a mis jabalíes, o por lo menos, no me alejo mucho de casa, sobre todo si no hay luna. Hazme caso, mejor lo dejamos así, vive en la ignorancia que es más sano, acuérdate  de mi tía Pilarín,  si no lo crees.

Sólo te contaré para acabar esta historia, que pasados unos minutos, no sé cuántos, subimos los dos al coche, donde mi mujer seguía agazapada bajo el salpicadero en la parte del copiloto haciendo ruiditos con la boca. Arranqué el motor y salimos despacito con las ventanillas abiertas, rumbo al norte, callados, buscando buen tiempo, playas y olvidarnos de lo mierdas que somos los humanos y de lo poco que entendemos de todo.



2 comentarios:

Inma dijo...

As usual, me encanta.

Martita dijo...

pero que inglesa k esta la inmaa! xD oye que historia mas chulaaaa!! deberias dedicarte a escribiir!! Me encanta!
1Besoo