El compromiso

sábado, 28 de abril de 2012




Hace mucho, mucho tiempo, en un territorio que no aparece en los mapas actuales, y cuyo nombre ya nadie recuerda, existía un pequeño reino de gentes felices. Vivían sin prisas, cultivando sus tierras y criando sus animales, respetándose los unos a los otros como si fueran una gran familia. Corrían los años y las buenas cosechas bendecían a aquella gente, que ya no esperaba nada mejor de la vida.
Pero un invierno de cruel recuerdo, las nubes, envidiosas de su felicidad, se aliaron para provocar tormenta tras tormenta sobre esas tierras, arrasando los campos con continuas inundaciones en las que perecieron muchos de los animales. La reina, preocupada por el destino de su hasta entonces afortunado pueblo, mandó llamar a una famosa bruja cuyos poderes eran conocidos en todas las comarcas, como los más potentes que nunca se habían visto.
- ¿Qué le pasa a mi reino, Mayah? - preguntó la reina a la bruja, que así se llamaba.
- Mi Señora - contestó aquella fea mujer- Habéis sido demasiado afortunados durante mucho tiempo, con lo que habéis provocado la envidia de los Señores del Cielo.
(sigue)
- ¿Qué mal les hicimos con ello? ¿Pero, sobre todo, cómo podemos arreglarlo?
- Sólo podréis calmarles si encontráis al Mirlo Azul, que según dice la leyeda, se encuentra en los Pantanos del Sur. Búscalo, y cuando lo halles, atrápalo y traeselo a los Señores para que calmen con sus cantos la ira que sienten contra vosotros.
Al día siguiente, la Reina convocó a su fiel servidor Sumhav, para que reuniera a los caballeros del reino, y, juntos, salieran de inmediato en busca de aquel ave. Reunieron entre todos un grupo con sus mejores hombres e iniciaron la peligrosa ruta. Los años de bonanza habían hecho que hasta los más fieros guerreros perdieran la costumbre de luchar, por lo que fueron cayendo uno tras otro, presas de los peligros con los que se iban encontrando. Tras un mes de penurias, los caballeros que sobrevivieron hablaron con Sumhav y le dijeron:
- La misión es demasiado arriesgada, no queremos seguir perdiendo a nuestra gente. Preferimos volver y aguantar el mal tiempo, que continuar en estas condiciones.
- Pero ¿y nuestra reina? ¿y nuestro pueblo?
- Nada justifica estos sufrimientos. Volvemos a nuestras casas.
Sumhav se despidió de ellos y continuó el camino acompañado por su leal escudero,  compañeros ambos  desde que eran muy jóvenes. Tras dos nuevas jornadas en la que sufrieron terribles ataques de los malvados seres del Desierto Susurrante, Sumhav le habló así:
- Mi leal amigo. Sé que sigues conmigo por la amistad que nos une, pero precisamente por ello no quiero seguir exponiendo tu vida. Vuelve con tu familia, que yo continuaré solo.
- No, mi señor. Juré acompañaros hasta el fin de mis días y así lo haré.
- Pero, ¿no entiendes que no puedes arriesgarte de esta manera?
- No lo hago sólo por vos, Señor, sino también por mí. No podría volver a ponerme delante de mis hijos si faltara a mi palabra. La reina ha dado su palabra al pueblo, vos a vuestra reina y yo os la he dado a vos.
- Nunca te pedí que te embarcaras en esta aventura
- Pero juré serviros para siempre, mi Señor, y así lo haré.
Despacio, jornada a jornada, viajando de noche cuando las fieras estaban dormidas y los ladrones festejaban borrachos sus botines del día, fueron avanzando hasta llegar a los Pantanos del Sur. Justo en medio se levantaba un horrendo y enorme árbol seco, en cuyas ramas se decía que cantaba el Mirlo Azul, bajo la atenta mirada del Guardián de Barro, monstruoso ser que cuidaba de aquellas tierras desde tiempo inmemorial.
Acercándose con prudencia, así le hablaron:
- Oh, Guardián de Barro, cuya sabiduría y clemencia es conocida en todos los reinos de este mundo. ¿Permites que atrapemos al Mirlo Azul para que podamos ofrecérselo a los Señores del Cielo y salvar nuestras tierras de la destrucción? El ojo maléfico del Guardían  los observó con interés y desprecio.
- ¡Claro, por supuesto, para eso está! - contestó con ironía
- Entonces, ¡vamos a por él! - dijo el escudero
- ¡Espera... espera un momento! - le replicó el guardián - ¡Primero tenéis que pagar su precio!
- ¿Su precio?
- ¿Vosotros sabéis de dónde salen los mirlos azules? ¿No? Yo os lo diré. Cada vez que viene un caballero a por el Mirlo, debe dejar a alguien en lugar del pájaro. El que se queda, se convierte, ya para siempre, en un nuevo mirlo azul que sólo puede dejar el árbol cuando un nuevo caballero ocupe su lugar.
Sin una duda, sin pensárselo un momento, Sumhav se despojó de su espada y de su armadura y se encaminó hacia el árbol
- ¡Mi señor! ¡No lo hagáis! ¡Pensad en la reina, en el pueblo, en vuestra mujer e hijos! - le grito el escudero con lágrimas brotando de sus ojos
- Llévale el Mirlo a la Reina y no sientas pena. Recuerda lo que me dijiste: lo hago por todos vosotros, pero sobre todo lo hago por mí mismo. Voy a transformar la promesa que le hice a mi señora en una realidad. Y por eso soy feliz.
Muchos años más tarde, cuando los campos habían recuperado su esplendor y el pueblo había casi olvidado aquella época de tristeza, un precioso pájaro azul se posó en una rama sobre un anciano escudero, quien, con una sonrisa, saludó con la mano a su señor.

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