Tercer capítulo de mi novela, el único best seller que todavía no ha vendido ni un solo ejemplar.
TRES
Todo esto que voy contando, lo de las cosas
raras me refiero, sucedía de forma
similar en el resto del mundo, salvo en un pueblecito muy cercano a mi casa, donde
parecía que las cosas iban todavía peor.
Según me contó la señora ecuatoriana que por
aquel entonces trabajaba en casa y que vivía en ese pueblo cuyo nombre me
reservo (el del pueblo, no el de la señora, que se llamaba Laididí, así, como
suena. Como decía mi hijo mayor, sus padres no debían quererla mucho…), allí
las cosas se habían descontrolado, hasta límites todavía más absurdos.
Resultaba que, cuando entrabas en tu casa, al
abrir la puerta de la calle y pasabas al recibidor o a dondequiera que
entraras, te encontrabas en casa de uno de tus vecinos. No sé si podéis
entender esto bien, dada vuestra poca capacidad para la abstracción mental, por
lo que lo repetiré más despacio. Llegabas a la puerta de tu casa, comprobabas
que no te habías equivocado de edificio ni de puerta, abrías con tu llave y
¡zas! estabas en casa de tu vecino. Al principio la gente se volvía loca,
porque se pasaban horas saliendo y entrando, mirando sin parar la fachada (son
pequeñas casitas donde vive una sola familia, no hay pisos de momento) y
comprobando el número de la
calle. La cosa era jodida porque el vecino casi siempre tiene
la casa puesta de una manera que te horroriza, con detalles que tú nunca jamás
pondrías en tu propia casa. Pero tenías que acostumbrarte y como, además, toda
la familia del vecino estaba viviendo en tu casa, pues no tenías más remedio
que apañarte con lo que había. Me diréis que la solución era fácil: entrar en
la casa del vecino, donde estaría la tuya, ¿no?. Pues no, listillos, de eso
nada. Si hacías eso, volvías a entrar en casa de tus vecinos, con el agravante
de que en ese caso, sí que estaban ellos, que a la vez estaban en tu casa.
¿Cómo era esto posible? Ni idea, pero se convirtió en el único caso de
bilocación multitudinaria conocido y aceptado por la Iglesia, eso sí, sin rango
de milagro.
La pobre Laididí venía vestida que
daba pena: un mono azul de trabajo con unas sandalias de cuero, todo lleno de
mugre y con olor a aceite de motor, y es que su vecino era el mecánico del
pueblo, y en su casa (en la que vivía Laididí, que era la de su vecino, joder
qué lío) no había más ropa que ésa. Más grave era lo del pobre mecánico: tenía
que cambiar el aceite a los tractores o revisar juntas de culata con un
delantal en el que ponía “Alguien que me quiere me ha traído este delantal de Benidorm”
adornado con unos floripondios enormes, y unas mallas ajustadas de lycra a las
que había hecho unos cortes con un cúter para poder meter las lorzas que le
colgaban.
Pero como todo el mundo estaba afectado por
el extraño suceso, no había mayor problema. No te podías reír de nadie porque
si otro iba ridículo, tú ibas peor.