Mostrando entradas con la etiqueta Dias extraños. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Dias extraños. Mostrar todas las entradas

Días extraños III

lunes, 10 de septiembre de 2012

Tercer capítulo de mi novela, el único best seller que todavía no ha vendido ni un solo ejemplar.



TRES


Todo esto que voy contando, lo de las cosas raras me refiero,  sucedía de forma similar en el resto del mundo, salvo en un pueblecito muy cercano a mi casa, donde parecía que las cosas iban todavía peor.

Según me contó la señora ecuatoriana que por aquel entonces trabajaba en casa y que vivía en ese pueblo cuyo nombre me reservo (el del pueblo, no el de la señora, que se llamaba Laididí, así, como suena. Como decía mi hijo mayor, sus padres no debían quererla mucho…), allí las cosas se habían descontrolado, hasta límites todavía más absurdos.

Resultaba que, cuando entrabas en tu casa, al abrir la puerta de la calle y pasabas al recibidor o a dondequiera que entraras, te encontrabas en casa de uno de tus vecinos. No sé si podéis entender esto bien, dada vuestra poca capacidad para la abstracción mental, por lo que lo repetiré más despacio. Llegabas a la puerta de tu casa, comprobabas que no te habías equivocado de edificio ni de puerta, abrías con tu llave y ¡zas! estabas en casa de tu vecino. Al principio la gente se volvía loca, porque se pasaban horas saliendo y entrando, mirando sin parar la fachada (son pequeñas casitas donde vive una sola familia, no hay pisos de momento) y comprobando el número de la calle. La cosa era jodida porque el vecino casi siempre tiene la casa puesta de una manera que te horroriza, con detalles que tú nunca jamás pondrías en tu propia casa. Pero tenías que acostumbrarte y como, además, toda la familia del vecino estaba viviendo en tu casa, pues no tenías más remedio que apañarte con lo que había. Me diréis que la solución era fácil: entrar en la casa del vecino, donde estaría la tuya, ¿no?. Pues no, listillos, de eso nada. Si hacías eso, volvías a entrar en casa de tus vecinos, con el agravante de que en ese caso, sí que estaban ellos, que a la vez estaban en tu casa. ¿Cómo era esto posible? Ni idea, pero se convirtió en el único caso de bilocación multitudinaria conocido y aceptado por la Iglesia, eso sí, sin rango de milagro.

La pobre Laididí venía vestida que daba pena: un mono azul de trabajo con unas sandalias de cuero, todo lleno de mugre y con olor a aceite de motor, y es que su vecino era el mecánico del pueblo, y en su casa (en la que vivía Laididí, que era la de su vecino, joder qué lío) no había más ropa que ésa. Más grave era lo del pobre mecánico: tenía que cambiar el aceite a los tractores o revisar juntas de culata con un delantal en el que ponía “Alguien que me quiere me ha traído este delantal de Benidorm” adornado con unos floripondios enormes, y unas mallas ajustadas de lycra a las que había hecho unos cortes con un cúter para poder meter las lorzas que le colgaban.

Pero como todo el mundo estaba afectado por el extraño suceso, no había mayor problema. No te podías reír de nadie porque si otro iba ridículo, tú ibas peor.

Días extraños II

miércoles, 1 de agosto de 2012


Segundo capítulo de la novela.


DOS

Unos días después del incidente aéreo con la tía Carlota, que desapareció tan rápida y misteriosamente como había venido, empezamos a notar cosas raras también dentro de nuestra casa, acontecimientos que, sin embargo, nos traían en general  totalmente al pairo. Nos llamaban la atención, no digo que no,  pero sólo un ratito, ignoro cómo explicarlo mejor.

Imagínate que vas por la calle y una viejecita que va delante de ti encorvada y renqueante, de repente se pone a dar saltos de dos metros de altura mientras con una pistolita de agua riega los tiestos de los balcones de las casas adyacentes. Te sorprendes muchísimo, te paras, la miras, abres la boca, te pones las manos en los mofletes, comentas la jugada con los otros viandantes y sigues así, totalmente pasmado por el espectáculo, incluso cuando lo recuerdas después de varios días (o años). Pues, como os contaba, por aquel entonces también quedábamos impresionados por las cosas extrañas que pasaban, pero al cabo de un momento nos entraba como una especie de modorra, de flojera,  y lo que fuera que antes te tenía como loco, ahora dejaba de interesarte lo más mínimo. Es como la primera vez que ves un hipopótamo, que te quedas como alelado, pensando “qué bicho más gordo, lo que debe comer”  etc. etc. A la cuarta vez que has visto un hipopótamo, te importa un bledo él, su obesidad y su parentela. Y a la novena o décima, sólo piensas en lo mal que huele el cabrón y la de niños que comerían en una buena barbacoa de semejante engendro. Eso mismo es lo que nos pasaba, pero en un plazo de tiempo mucho menor, en cuestión de minutos.

Recuerdo un día que, de repente, mi mujer me llamó a voces desde el jardín de atrás, el que da a los despeñaderos cerca de donde se pelean los jabalíes. Señalaba muy alterada a tres figuras humanas que estaban escalando por aquellos riscos, con enorme riesgo para su integridad física y para la de los matojos que,  desafiando las  leyes de la física, crecen en aquel abismo, agarrados a no se sabe qué. Uno de ellos (de los escaladores, no de los matojos) ya había llegado arriba y miraba con gran interés cómo intentaban subir sus dos compañeros mientras se reía sin parar y decía algo que yo no lograba entender.

Pensando que quizás pudiera ayudarles,  o bien ser testigo de algún hecho desgraciado por el que luego pudieran sacarme por televisión, agarré a mi perra y nos  acercamos los dos a la cima del despeñadero.

Allí seguía el gordo, el que ya había llegado arriba,  riéndose y mirando hacia abajo.

- ¡Qué hay, buenas tardes!  - le dije, haciéndome el encontradizo y el simpático.
- ¡¡Qué pasa, buena mujer!! – contestó entre carcajadas mientras me señalaba a los que iban subiendo a la vez que se secaba las lágrimas – mire, mireeeeee, jajajjaaaaaaaaaa!!!!!

Días extraños I (y medio)

lunes, 30 de julio de 2012

Vaaale, parece que a algunos os ha gustado... ahí va la segunda parte del primera capítulo.


De todo aquello sólo quedó para el recuerdo el extraño funeral del caniche de los de Teruel, que murió durante el suceso, y al que asistió el obispo de nuestra diócesis y un alto dirigente escandinavo al que nadie conocía ni había invitado. La gorda, la dueña del caniche, dijo que el bicho (el pobre perro, me refiero) había muerto en el incidente del susto, que le había provocado un paro cardíaco. Pero no era cierto y eso sí lo comentamos mucho en casa: vimos al perro morir aplastado bajo las nalgas de la foca de su ama, que resbaló mientras intentaba huir del planeador-espectro, cayendo estrepitosamente encima del pobre animalito. Yo creo que no sufrió, el perro, debió ser todo muy rápido, no le dio tiempo ni a enterarse. Si te caen diez toneladas de carne de ballena encima, debes morir al instante y sin darte tiempo a pensar:”joder, me cago en los de Greenpeace”, ¿no? Pues lo mismo seguramente le pasó al chucho. ¿Vosotros creéis que mientras se espachurraba bajo el culo de su ama, pensaba algo?¿Pensáis que su pequeño cerebro decía para sí: “Mira qué asssco de tía, menudo culo más gordo y asesino, aguantarla tanto tiempo para esto”? Pues no, fijo que no. Coño con la gorda, pues dices que has aplastado al animal sin querer y santas pascuas. Qué ganas de mentir, de intentar engañar a los demás, de verdad.

Bueno, centrémonos, ¿por dónde iba? Ah, si, por lo de que el mundo se había puesto rarito.

En mi caso particular las cosas iban bien, demasiado bien para lo que solía ser habitual en mí. A ver, no penséis mal: siempre me he creído un tío con suerte. Creo que nací con más inteligencia de la normal (eso tampoco es difícil), algo que, sin embargo, muchas veces es un grave inconveniente ante la estupidez que te rodea. Y es que, como decía alguien: ante la estupidez, los propios dioses están indefensos. Siempre me he visto en inferioridad de condiciones ante los estúpidos. No tienen razón, no dicen más que sandeces y/o mentiras,  pero se creen lo que dicen y lo defienden mientras te miran con cara de suficiencia. Es muy complicado intentar hacer razonar a un estúpido, sobre todo porque no escuchan.  Un sucedido a modo de ejemplo: recuerdo cierta vez que una amiga de mi mujer, una tipa insoportable que se llamaba Adelaida o Amelia o algo así, vino a casa para pasar la tarde con su marido, un informático incluso más tonto que ella, pero con la ventaja de que se creía tan por encima de los mortales que ni hablaba (eso que ganábamos todos).

Días Extraños

viernes, 27 de julio de 2012

En primicia mundial y como habéis sido muy buenos durante este mes, os pongo la mitad del primer capítulo de mi última novela: "Días extraños"
Si queréis más, no tenéis más que pedirlo. Ojalá os guste.

CAPÍTULO 1


Esto que voy a contar sucedió el mismo año (vosotros no os acordaréis, erais muy pequeños) en que apareció aquella gente en la sierra dando voces,   asegurando que habían descubierto la puerta secreta que daba paso a otra dimensión, en la que se podía estar todo el día tocándote las narices y en la que, cada fin de mes, te ingresaban en el banco una guitarra flamenca de marca. Nadie consiguió volver por esa puerta una vez que entraban, para desesperación de todos, aunque existir, existía, joder si existía, yo la vi en la tele en un programa de esos que va una tía con una cámara grabando en plan casero a la gente que se encuentra por el mundo. Menudos viajes que se pega la tía. 

Y eso que nunca entendí bien ese ansia por entrar allí, quiero decir en la famosa puerta. ¿Para qué querría la gente tantas guitarras? ¿Cómo se ingresa una guitarra en una cuenta bancaria? No sé, chico, a mi no me convencía nada el tema.

Fue durante el tercer año después de la caída de la luna, un año muy cabrón en el que llovía un día sí y el otro también, o por lo menos llovía muchísimo, más de lo que a mí me gusta, y además hacía un frío y un aire racheado que te dejaba sin respiración y con ganas de haberte quedado en casa, calentito, mirando por la ventana en calzoncillos mientras te rascas las nalgas o lo que te apetezca más, según los gustos de cada uno.

¿Que si se cayó la luna? ¿Que a dónde se cayó? Y yo qué sé, tío, ni idea. Una noche sonó un crujido espantoso y la luna se desprendió, y cayó por el horizonte a toda leche, desapareciendo para siempre jamás. Ya, sí, ya sé que eso va contra las leyes de la física, pero así fue. Créetelo o no, es tu problema. Sólo te cuento lo que yo recuerdo, estaría mal pegada al cielo, o vete a saber qué coño pasó.

Fue cuando los pájaros empezaron a pintar dibujitos en la tierra con sus picos: unos pequeños trazos muy bien elaborados con los que iban decorando cada trocito de tierra que encontraban y en los que parecía entreverse unos diseños de algún tipo de aparato de tecnología muy exótica, pero que, por eso mismo, nadie sabía descifrar si tenía alguna utilidad. Era como el plano de construcción de un exprimidor de limones de doble fase y mira telescópica, pero con aspecto de haber pasado una temporada en alguna central nuclear con escapes radiactivos, o algo así. Muy raro todo.  Y los pajaritos, venga a dibujar todo el rato.

Las ranas desaparecieron.  Nadie supo por qué ni adónde, pero ya no había ranas. No es que le parecieran a nadie muy necesarias ni nada de eso, pero quedaba raro ver las charcas y los ríos sin esos animalitos tan repugnantines, que fueron sustituidos, además, y esto es lo verdaderamente pasmoso, por cientos de panfletos promocionales de una famosa peletería desaparecida en 1953. Las ranas, que para mí y para otra mucha gente son unos de los seres más sabios que nunca ha habido en el universo, después de los jabalíes, claro… pues nada, de repente, a tomar por saco las ranas.

Todo esto que cuento creo que son recuerdos que tengo, pero no me apostaría la cabeza porque todo haya sido así de verdad. Quizá lo he soñado todo, pero me parece mucho sueño para una cabeza como la mía. Pasaban, creo, cosas muy raras, eso sí, pero también es verdad que coincidió con una mala época mía en la que se me fue un poco la chola.  No sé, para mí que la mitad son recuerdos y la mitad me lo he inventado. O quizá sea al revés,

(sigue...)