Días Extraños

viernes, 27 de julio de 2012

En primicia mundial y como habéis sido muy buenos durante este mes, os pongo la mitad del primer capítulo de mi última novela: "Días extraños"
Si queréis más, no tenéis más que pedirlo. Ojalá os guste.

CAPÍTULO 1


Esto que voy a contar sucedió el mismo año (vosotros no os acordaréis, erais muy pequeños) en que apareció aquella gente en la sierra dando voces,   asegurando que habían descubierto la puerta secreta que daba paso a otra dimensión, en la que se podía estar todo el día tocándote las narices y en la que, cada fin de mes, te ingresaban en el banco una guitarra flamenca de marca. Nadie consiguió volver por esa puerta una vez que entraban, para desesperación de todos, aunque existir, existía, joder si existía, yo la vi en la tele en un programa de esos que va una tía con una cámara grabando en plan casero a la gente que se encuentra por el mundo. Menudos viajes que se pega la tía. 

Y eso que nunca entendí bien ese ansia por entrar allí, quiero decir en la famosa puerta. ¿Para qué querría la gente tantas guitarras? ¿Cómo se ingresa una guitarra en una cuenta bancaria? No sé, chico, a mi no me convencía nada el tema.

Fue durante el tercer año después de la caída de la luna, un año muy cabrón en el que llovía un día sí y el otro también, o por lo menos llovía muchísimo, más de lo que a mí me gusta, y además hacía un frío y un aire racheado que te dejaba sin respiración y con ganas de haberte quedado en casa, calentito, mirando por la ventana en calzoncillos mientras te rascas las nalgas o lo que te apetezca más, según los gustos de cada uno.

¿Que si se cayó la luna? ¿Que a dónde se cayó? Y yo qué sé, tío, ni idea. Una noche sonó un crujido espantoso y la luna se desprendió, y cayó por el horizonte a toda leche, desapareciendo para siempre jamás. Ya, sí, ya sé que eso va contra las leyes de la física, pero así fue. Créetelo o no, es tu problema. Sólo te cuento lo que yo recuerdo, estaría mal pegada al cielo, o vete a saber qué coño pasó.

Fue cuando los pájaros empezaron a pintar dibujitos en la tierra con sus picos: unos pequeños trazos muy bien elaborados con los que iban decorando cada trocito de tierra que encontraban y en los que parecía entreverse unos diseños de algún tipo de aparato de tecnología muy exótica, pero que, por eso mismo, nadie sabía descifrar si tenía alguna utilidad. Era como el plano de construcción de un exprimidor de limones de doble fase y mira telescópica, pero con aspecto de haber pasado una temporada en alguna central nuclear con escapes radiactivos, o algo así. Muy raro todo.  Y los pajaritos, venga a dibujar todo el rato.

Las ranas desaparecieron.  Nadie supo por qué ni adónde, pero ya no había ranas. No es que le parecieran a nadie muy necesarias ni nada de eso, pero quedaba raro ver las charcas y los ríos sin esos animalitos tan repugnantines, que fueron sustituidos, además, y esto es lo verdaderamente pasmoso, por cientos de panfletos promocionales de una famosa peletería desaparecida en 1953. Las ranas, que para mí y para otra mucha gente son unos de los seres más sabios que nunca ha habido en el universo, después de los jabalíes, claro… pues nada, de repente, a tomar por saco las ranas.

Todo esto que cuento creo que son recuerdos que tengo, pero no me apostaría la cabeza porque todo haya sido así de verdad. Quizá lo he soñado todo, pero me parece mucho sueño para una cabeza como la mía. Pasaban, creo, cosas muy raras, eso sí, pero también es verdad que coincidió con una mala época mía en la que se me fue un poco la chola.  No sé, para mí que la mitad son recuerdos y la mitad me lo he inventado. O quizá sea al revés,

(sigue...)

En cualquier caso, nadie daba una explicación de nada, todo era una locura que la gente aceptaba sin mayores problemas. Como si lo que estaba pasando fuera lo más normal del mundo. ¿Que salía en las noticias que una señora se había elevado a los cielos mientras empanaba unos filetes de loro que se había encontrado en el balcón bajo un geranio? Pues nada, alegría para el cuerpo y para la señora, nadie comentaba nada. ¿Que se había detectado una rarísima y pasmosa nube de pinzas de colgar la ropa en las cercanías del planeta Venus? Pues salía alguna noticia en las páginas más perdidas de algún periodicucho de tercera, y a otra cosa, mariposa.  Incluso os podría contar, si me diera la gana de hacerlo, que un día de primavera, con las calles llenas de gente paseando y el cielo limpio como un espejo (un espejo limpio, quiero decir) apareció en el horizonte, ante los ojos de todos, una enorme pantalla donde no se veían más que rayas. Cuando todo el mundo comentaba ilusionado semejante fenómeno aéreo, surgió un cartel, también aparecido de no se sabe dónde, anunciando en descomunales letras doradas que para poder ver las imágenes correctamente era preciso comprar un descodificador. Evidentemente, pero en este caso con razón, nadie hizo ni caso.


Eran tiempos de cambio, pero de un cambio repentino, salvaje, extremadamente absurdo, y que sucedía sin que nadie, aparentemente, fuera consciente de lo que pasaba.

Días extraños, ya te digo.

Durante esos meses, toda una era, que luego fue denominada  por los sabios que la estudiaron como la “Era de Esperar” (vaya usted a saber por qué), tomé parte o por lo menos pude observar, toda  una serie de acontecimientos que me encantaría contaros, no porque crea que os puedan interesar especialmente, sobre todo debido a que sois gente de pocas luces y todavía menores inquietudes intelectuales, sino principalmente porque yo me trago todo tipo de rollos ajenos a diario sin rechistar y ya me va tocando el turno a mi de ser escuchado (leído en este caso)  por alguien.

Es para mi llamativa y deprimente la facilidad que tengo para que individuos de todo tipo y pelaje consideren que es bueno para su salud soltarme peroratas sobre su familia, salud, finanzas, trabajo y otro tipo de miserias que, en realidad, me resultan bastante repulsivas y sin ningún interés. Yo creo que ese tipo de cosas personales debe uno guardárselas bien dentro e  incluso intentar olvidarlas. Uno debe ser capaz de superar el haber tenido unos progenitores roñosos, cuñados soporíferos, muertes de ancianos, hernias discales, o problemas económicos propios y/o ajenos sin  que estos hechos tan lamentables afecten a los demás, ya que, sinceramente, a los demás nos importan un pepino. Pero no, aquí estoy yo siempre dispuesto a aguantarles, impasible el ademán. Que les den.  Ahora es mi turno.

Como decía, parecía que el mundo se hubiera vuelto loco. Bueno, para ser más exactos, el mundo ya estaba loco de antes, así que lo que de verdad parecía es que hubiera perdido el respeto hacia su propia locura, no sé si me explico o, siendo así, si conseguís entenderlo, dada vuestra naturaleza zafia. Incluso en la locura hay grados: los locos hablan solos, ven cosas que nadie ve salvo ellos mismos, babean, te miran con ojos raros, se les tuerce la cara (son asimétricos, no sé si os habéis fijado), te clavan un destornillador a traición en la parada del autobús, etc., y todo eso se les respeta y, en algunos casos, hasta se les valora. Lo que no se admite es un loco que emita luz por las orejas, o que crezca setecientos metros en un día, o que reciba correos electrónicos a través de sus empastes bucales. Eso va contra la naturaleza de la locura y te descoloca cuando lo ves. Pues eso mismo es lo que le estaba pasando al mundo.

Recuerdo, por aquellas fechas, que cierta mañana de domingo estábamos en el jardín de atrás, el que da a casa de los vecinos naturistas, los de Teruel, quienes tomaban el sol en pelotas y tanto fascinaban a mis hijos. Bueno, el caso es que mientras tomábamos unas anchoas con Colacao (por favor, no me preguntéis cómo era eso posible, ya os he dicho que eran tiempos absurdos) a la sombra del tilo que se había salvado de las últimas heladas (una de ellas de casi cien grados bajo cero y eso sin que nadie muriera ni nada, algo rarísimo) cuando, sin avisar, apareció a nuestro lado (levitando como a tres metros del suelo, más o menos) mi tía Carlota que en paz descanse y nos impartió una lección magistral sobre el micromundo de los hormigueros y su influencia en los regímenes absolutistas europeos. Nuestro pasmo fue tan espantoso, nos salían tales gritos de pavor, sobre todo a la ecuatoriana que trabajaba en casa, al ver a tan respetable anciana, ya cadáver, diciendo semejantes sandeces, que los vecinos creyeron que venía la policía a detenerles (el nudismo por entonces estaba prohibido, no como ahora) y salieron corriendo en pelota picada mientras la tía Carlota, la aparecida, les sobrevolaba con mirada picarona, sin parar de hablar. Si no hubiera sido por el miedo tan enorme que nos daba ver a la tía en plan aeroplano, la escena podría habernos hecho mucha gracia, con aquellos dos gordos desnudos (ella y él, los amantes de Teruel) despavoridos, y mis hijos gritando, llorando y a la vez sin perder detalle de los movimientos de sube y baja de sus cuerpos fofos y colgantes, no quiero ser más específico.

¿Y qué creéis que pasó luego? ¿Pensáis que lo comentamos en la cena, con los amigos o algo así? Pues nada de eso, listillos.

2 comentarios:

Mari Posa dijo...

Más, más, massssssss, más, quiero mássssssssss!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Anónimo dijo...

Yo también quiero másssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssss (IL)