Cada vez estoy más convencido, como dicen algunos expertos, de que la realidad, una única e inmutable realidad, no existe, sino que hay miles de ellas conviviendo en este mundo, tantas como personas lo habitan. Y es que la realidad la conforman nuestras percepciones de lo que sucede a nuestro alrededor. Cada uno ve la vida según su propio criterio, y éste está basado en lo que su cerebro cree que ve, escucha, respira, etc. Y aquí viene el problema: muchas veces el cerebro se equivoca. El pobre está encerrado ahí dentro, solito, intentando enterarse de qué va esta película, interpretando lo que recibe de los sentidos, comparándolo con experiencias pasadas, con modelos que ya tenemos grabados, condicionado por mil factores, lo que provoca que, en muchas ocasiones, se haga un lío de mil demonios (Punset lo explica perfectamente).
Durante estas últimas semanas he podido comprobar, en varias ocasiones, lo acertado de esta teoría. Un correo electrónico enviado con las mejores intenciones, se interpretó, por parte del destinatario, como un escrito frío y poco amigable. Ello provocó un malentendido, que sólo ha podido ser solucionado tras hablarlo cara a cara durante un buen rato. Y, aún así, todavía creo que no nos hemos entendido del todo…
Otra: la semana pasada estaba, como hago siempre que puedo, ayudando a mis hijas con sus deberes. Es algo que me encanta, no sólo porque me permite disfrutar de ellas durante un buen rato, sino porque aprendo muchas cosas que no sabía o no recordaba: por fin sé dónde está la península de Kamchatka o cuánto dura un día lunar, ahora recuerdo cómo funciona nuestro sistema circulatorio…. El caso es que mi hija mayor, que nunca tiene el más mínimo problema con sus estudios, se estaba atascando de una forma espantosa al repasar conmigo los climas del mundo. Tras media hora de titubeos y errores, le pregunté qué pasaba: “es que estás enfadado conmigo porque crees que no me lo sé bien, y eso me pone nerviosa…”. Yo estaba muy cansado tras un día de trabajo, nada más, pero ella lo interpretaba como irritación (pobre hija mía, qué torpe soy a veces). Un par de besos y un repaso más cariñoso por mi parte, demostraron que efectivamente se lo sabía. ¿Qué hubiera pasado si no llegamos a hablarlo? Los dos nos hubiéramos quedado con una idea errónea de lo que de verdad estaba pasando.
Esto es el día a día en muchos equipos de trabajo. Tú haces, opinas, miras o escribes, y yo interpreto. Interpreto el significado de tus palabras o acciones, y, lo que es peor, interpreto las emociones que hay detrás de ellas. Y, cosas del azar, a veces acierto; pero otras muchas ocasiones me equivoco de cabo a rabo, y las consecuencias son: desmotivación, conflictos, falta de eficacia, falta de unión, desconfianza, etc. Es decir, nos cargamos el equipo y los beneficios que éste nos reporta.
La solución es bien fácil: hablemos, confirmemos nuestras “sospechas”, no nos dejemos llevar por falsas impresiones. Gran cantidad de problemas en los equipos se evitan o solucionan mediante una comunicación fluida y eficiente entre sus miembros.
Ponte tarea para hoy: piensa algún compañero de trabajo con el que hace mucho que no hablas, e invítale a un café. Verás qué bien.
PEPO MATEO
¡Sé lo que piensas!
domingo, 21 de febrero de 2010
Etiquetas: comunicación
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario